MADRID, 21 (EUROPA PRESS)
Un nuevo estudio realizado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y publicado en ‘Nature’ ha abordado el papel que podrían tener las bacterias intestinales en el desarrollo de probióticos de nueva generación para proteger la salud.
Los microorganismos que habitan en el intestino (microbiota) actúan como un biorreactor que metaboliza los nutrientes que el organismo no utiliza (principalmente carbohidratos complejos no digeribles, como la fibra), que, a su vez, nutren a las bacterias intestinales. A cambio, estas producen sustancias beneficiosas para el organismo humano.
Además, las bacterias que habitan en el intestino interactúan entre ellas intercambiando nutrientes para aumentar su supervivencia. Descifrar las interacciones entre las bacterias y el organismo es clave para fomentar las relaciones de cooperación y desarrollar aplicaciones que mejoren el ecosistema intestinal y, así, la salud del individuo.
El estudio, realizado por la científica Yolanda Sanz, investigadora del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en el Instituto de Agroquímica y Tecnología de Alimentos (IATA), revisa una investigación realizada en la Universidad de Gotemburgo (Suecia) que produjo bacterias intestinales, que cooperan entre sí dentro del intestino, para reimplantarlas posteriormente en ratones y humanos, avanzando así en su uso para proteger la salud.
Algunas enfermedades, el uso de antibióticos y dietas poco saludables pueden reducir la abundancia y supervivencia de las bacterias intestinales que favorecen la salud. Una solución sería reponer las especies bacterianas reducidas o extinguidas mediante su administración. Algo aparentemente sencillo.
Sin embargo, la mayoría de ellas no resiste la presencia de oxígeno, por lo que su cultivo es muy complejo y requiere condiciones in vitro difíciles de lograr. Su supervivencia y beneficios dependen también de la interacción con otras bacterias, que son difíciles de identificar y reproducir.
El trabajo de los científicos suecos identificó dos especies bacterianas (‘Faecalibacterium prausnitzii’ y ‘Desulfovibrio piger’) que interactúan entre sí a través de un mecanismo de intercambio de nutrientes que las convierte en socios indispensables. En concreto, ‘F. prausnitzii’ consume hidratos de carbono como la glucosa y produce lactato, que es usado por ‘D. piger’ para producir acetato, que, a su vez, es utilizado por ‘F. prausnitzii’ para producir butirato.
Este ácido graso es la principal fuente de energía para las células epiteliales del intestino. También contribuye en reducir la inflamación y mantener la integridad de la barrera intestinal. Más allá de su papel en el intestino, el butirato puede reducir la inflamación del hígado y ayudar a regular los niveles de glucosa en sangre y a controlar el equilibrio entre la ingesta y el gasto energético, cuya alteración conduciría al desarrollo de sobrepeso y obesidad.
Los investigadores suecos consiguieron aumentar la resistencia de ‘F. prausnitzii’ a un ambiente más rico en oxígeno, lo que facilitó la producción de esta bacteria in vitro. Cultivaron la bacteria en un biorreactor que simula el ambiente intestinal y aumentaron progresivamente los niveles de oxígeno, aislando las colonias que sobrevivieron a este tratamiento.
A través de la secuenciación de su genoma, identificaron varias mutaciones en ‘F. prausnitzii’ más tolerantes al oxígeno. Esto ayudó a producir cantidades suficientes de esta bacteria in vitro y realizar ensayos en roedores y humanos con las dos bacterias.
Otro aspecto considerado en el estudio fue la seguridad. “Los probióticos clásicos, pertenecientes en su mayoría a especies de los géneros ‘Lactobacillus’ y ‘Bifidobacterium’, tienen una historia de uso seguro en alimentación. Sin embargo, la seguridad del uso de las bacterias intestinales como probióticos debe evaluarse rigurosamente, pese a tratarse en muchos casos de bacterias comensales que conviven con nosotros”, explica Sanz.
El grupo de investigación sueco concluyó que la administración por vía oral de la combinación de las dos bacterias no ocasionaba efectos adversos en ratones y tampoco en los 50 voluntarios sanos que participaron en un ensayo clínico. El estudio también evaluó la capacidad de las bacterias administradas de colonizar, al menos de forma transitoria, el tracto intestinal.
Los autores detectaron la presencia de ADN de las bacterias ingeridas en algunos sujetos, pero no en todos los voluntarios. “Es razonable esperar que las bacterias administradas se integren más fácilmente en un ecosistema intestinal alterado por una enfermedad que en un ecosistema no dañado como el de individuos sanos, que debe resistir la colonización de bacterias ajenas”, indica Sanz.
“Estos resultados apoyan la idea de que reintroducir bacterias para reparar el ecosistema intestinal es una estrategia prometedora para promover la salud y controlar las enfermedades, aunque aún quedan grandes desafíos por superar”, apunta la científica del CSIC.
En su opinión, el mayor reto es la identificación y recreación de las interacciones microbianas previsiblemente beneficiosas para el organismo humano, así como el cultivo y preservación de estas bacterias fuera del intestino. Resolver estos retos será clave en la producción de la próxima generación de probióticos.
“Cada vez estamos más cerca de poder aprovechar nuestros microorganismos para mejorar la salud humana”, concluye la investigadora.
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