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Intervención del Presidente del Principado de Asturias, Javier Fernández

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Acto oficial de toma de posesión de la presidenta del Consejo Consultivo del Principado de Asturias

El lunes destaqué la buena labor realizada por los vocales del Consejo Consultivo que dejaban su cargo. Hoy debo subrayar la confianza del Gobierno en quienes les sustituyen y, en particular, en su presidenta, doña Begoña Sesma. Vaya por delante, pues, mi enhorabuena y mi ánimo para afrontar la tarea que les aguarda. En puridad, podría terminar aquí mi intervención. El acto sería más breve, cosa que siempre se agradece, y ustedes podrían afanarse también cuanto antes en sus labores. Además, estamos a cinco meses contados del final de la legislatura, y en este tiempo, cuando el lomo erizado del lobo electoral ya asoma por la esquina, conviene evitar peligros, que las palabras las carga el diablo. No obstante, me arriesgaré con alguna incursión. Vuelvo al lunes, cuando les hablaba de la conveniencia de preservar las instituciones. Es un problema que se puede enfocar desde muchos puntos de vista. La exacerbación de la radicalidad y de la frivolidad política, la incapacidad para solucionar los problemas concretos, la dificultad para el acuerdo… todos esos son vectores que se suman y que, juntos, desencadenan ese centrifugado feroz del que parece imposible librarse. Decía que caben múltiples enfoques porque quiero apuntar otra perspectiva, menos habitual en los análisis. Tiene que ver con el tiempo. La cibernética y las redes sociales nos han acostumbrado a la inmediatez y, con ella, a un pensamiento líquido, moldeable e inconsistente. La coherencia y la solidez no puntúan. La aceleración se nota en todos los ámbitos y, en especial, en uno muy relacionado con la acción política e institucional, el de los medios de comunicación. Si hace unas décadas las exclusivas de hoy servían para envolver el pescado de mañana, las noticias duraban al menos un día. Era una fugacidad contenida; ahora apenas aguantan horas, y a veces ni eso, antes de empezar a oler. Pero no les quiero hablar de periodismo, sino de las instituciones. Intento decir que el tiempo acelerado, in-mediático y licuescente que hoy comparten los medios de comunicación y la política declarativa no es aplicable a las instituciones. Y es más, opino que no deben compartirlo, especialmente aquellos órganos que, como el Consejo Consultivo, han de esmerarse en la reflexión y la calidad argumental y técnica de sus informes. Asumo que propongo una batalla casi perdida, pero soy de los que siguen pensando que por lo general las prisas son malas compañías. Son vicios, o virtudes, de ser una persona más analógica que digital y más de la letra impresa que del pestañeo de las pantallas. Sigo pensando, digo, que en los asuntos importantes conviene fijar posiciones claras y meditadas para que no cambien de continuo según sople el viento cada mañana. Que si rectificar es de sabios, la costumbre de desdecirse no es nada recomendable porque alimenta confusión y provoca que las instituciones pierdan crédito justo cuando deberían esforzarse en ganarlo. Conste que hago estos comentarios con carácter general: ya doy por hecho que ustedes, que se expresan con dictámenes, están alejados de esas tentaciones, pero opino que nunca está de más advertirlo. Tampoco está de más cuando nos encaminamos, previsiblemente, a una reforma de nuestro Estatuto de autonomía, asunto sobre el que tendrán que emitir el oportuno informe. No voy a adentrarme sobre cuál debe ser el alcance de esa modificación, si es que finalmente se aborda: ahí tendrá que decidir el próximo parlamento. Lo que sí sostengo es que, como cualquier revisión de una ley importante, y sobre la importancia del Estatuto no cabe duda, también debería estar alejada tanto de las prisas como de la fugacidad. Entiendo que lo lógico sería abordarla con vocación de trabar un consenso amplio que permita una reforma perdurable. Quienes me conocen saben que no hay novedades en mi discurso. Ese ha sido mi criterio siempre que se han planteado cambios que afectan a las reglas del juego, por así decirlo: que estén bien pensadas y respaldadas por una mayoría amplia y suficiente que sirva de seguro frente a los vaivenes. Este tipo de actitud me ha hecho merecedor de algunas críticas. No me preocupan gran cosa, la verdad: creo que mi postura es razonable. No obstante, ya metido en gastos, aprovecho para añadir algún matiz. En la acción política no sólo hay que saber qué cambios se desean, sino saber también cuándo es el momento adecuado para ponerlos en marcha. Para evitar malas interpretaciones, pongo un ejemplo de ámbito estatal, la Constitución. He defendido y argumentado tantas veces la conveniencia de reformarla que he perdido la cuenta. Sigo pensando lo mismo sobre la necesidad de mejorar el imperfecto Estado federal que tenemos y llamamos modelo autonómico, sobre el Senado, sobre la posibilidad de retocar el título I y sobre un montón de asuntos más. Hace años, advertía también que empeñarse en mantener la Constitución sin cambios acabaría fosilizándola y, por tanto, haciéndola más quebradiza. Y, sin embargo, hoy acepto que es prácticamente imposible abordar con éxito esa reforma necesaria. Ya hace tiempo que tenemos en las Cortes Generales una fracción de parlamentarios que antepone su origen e interés territorial, el interés de lo que ellos conciben como su nación, a la pertenencia al mismo espacio cívico que fija la Constitución. Es un obstáculo grave, sin duda, pero es que ahora mismo hay otro que aleja aún más la posibilidad de reformar la Carta Magna. Dicho con los términos de la Guerra Fría, se está imponiendo una política de bloques. El diálogo no va de los extremos hacia el centro, sino en sentido inverso, y como si fuera una atracción gravitatoria, del centro hacia los extremos. Cada fuerza se preocupa más de entenderse con quien les supera por su banda, sea por la derecha o por la izquierda, que con quien se aproxima hacia la moderación. Esa es la explicación de que la fragmentación que reventó las costuras del bipartidismo, tan jaleada como celebrada, se haya convertido en un obstáculo para los grandes acuerdos de Estado. Pero párrafo a párrafo percibo que me he ido demasiado de lo que nos ocupa. Disculpen por el tiempo que les he robado. Solo he intentado decir que la esencia de algunas instituciones, como el Consejo Consultivo, no empareja bien con la inconsistencia ni con el fragor de los días. Me queda darles mi enhorabuena, manifestarles de nuevo mi respeto y desearles a todos, y especialmente a su presidenta, doña Begoña Sesma, el mayor de los aciertos.

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