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Intervención del Presidente del Principado de Asturias, Javier Fernández

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Acto académico con motivo de la festividad de santa Bárbara. Escuela de Ingeniería de Minas, Energía y Materiales de Oviedo

En primer lugar, felicito a todos quienes forman parte de la nueva promoción de esta vieja escuela que, para mí, y aunque haya añadido los apellidos de Energía y Materiales, sigue siendo sólo y nada menos que la Escuela de Ingenieros de Minas de Oviedo. No soy de los que recuerdan todo el pasado con el sabor de una magdalena, pero éste es uno de esos actos que necesariamente despiertan en mí la memoria dormida, y os aseguro que la mayor diferencia entre lo que veo y lo que recuerdo, lo que más me sorprendería si diera un salto en el tiempo de más de cuarenta años, sería ver a tantas mujeres entre vosotros. Lo demás, tengo la sensación de que no ha cambiado tanto. Es curiosa esa percepción cuando hemos experimentado avances científico tecnológicos insospechados, hemos pasado de la era analógica a la digital y hemos transitado de la sociedad industrial a la de la información. Pero, más allá de esa evidente transformación, creo que esta profesión imprime un cierto sello, un carácter casi inmutable, y también pienso que sigue siendo cierta la idea que entonces se tenía de nuestra versatilidad: que los ingenieros de minas podíamos adaptarnos a las peculiaridades de cualquier sector, de cualquier exigencia, de cualquier actividad. Seguramente, la mantengo porque yo mismo soy un ejemplo (bastante raro, eso sí) de esa capacidad. Incluso considero que esa es una de las grandes ventajas de esta profesión. Aparte, no está mal hacer cosas distintas a las específicas de los ingenieros. Es más, a veces es muy interesante analizar fenómenos físicos desde perspectivas diferentes a las que nos proporciona la ciencia. Por ejemplo, yo ya me había dado cuenta en la vida de que la atracción de los cuerpos la explicaba mejor el erotismo que Newton, y más tarde la política me explicó mejor que la termodinámica el concepto de entropía. Incluso hay ocasiones en las que la política se adelanta a la tecnología: aquí, en estas aulas, se valora mejor la posibilidad de construir robots semejantes a los humanos en el futuro; sin embargo, puedo asegurarles que ya tenemos políticos que actúan como robots en el presente. Hoy puede ser descorazonador, pero recuerden que las máquinas están empezando a alcanzarnos en tareas intelectuales de las que estamos más orgullos como especie, así que hay motivos para la esperanza. Aunque esté entre colegas, no afirmaré, como Juan Benet, que “ingeniero es una profesión noble, no como otras”, Dios me libre. Hasta soy capaz de asumir con reparos esa deficiencia imaginativa que se nos atribuye y me atrevo a decir que, a veces, pecamos de aquello que Hayek llamaba “la fatal arrogancia del exceso de razón”. Pero cuando vemos que la razón influye menos en muchas decisiones que el prejuicio, el instinto o la pasión, y que en lugar de verdades racionales se entronizan los mitos, la metafísica y la magia; entonces, cuando vemos todo eso, a quienes se conforman con la explicación de que el cuerpo se divide en dos –la cabeza y todo lo demás, y que lo demás manda mucho-, hay que decirles que nosotros, los que pasamos por estas aulas, somos total, absoluta e incondicionalmente racionalistas. La verdad es que vivimos tiempos de cambio, y los tiempos de cambio lo son también de confusión. No nos sorprendamos: al fin y al cabo, la confusión está en el origen del universo y de todo, también en el de esta sociedad que llamamos del conocimiento. Un nombre incompleto porque efectivamente hay nuevos conocimientos pero también nuevas ignorancias: es la sociedad de la información pero también la de los rumores, la del vacío que deja la crisis de los grandes relatos y la que lo llena de sospechas sobre los peligros de la innovación técnica y científica. La paradoja de nuestro tiempo es que los asombrosos avances científicos han hecho un mundo menos calculable. Por eso necesitamos personas capaces de saber qué hacer con aquellas pocas cosas de las que estamos seguros y, créanme, no veo a nadie mejor equipado para ello que quienes tienen una formación que les permita ver el peligro de dejar a la tecnología seguir su propia lógica y tomar conciencia de que los sistemas inteligentes lo son porque en determinadas ocasiones son capaces de oponerse a quienes los dirigen. Por cierto, los sistemas inteligentes relacionados con esa capacidad de controlar los riesgos no son exclusivos del campo científico. La política ha sido pionera en este terreno, y un buen ejemplo son los Estados Unidos, donde los controles y los límites del poder de los presidentes por parte de los altos funcionarios, los jueces del Tribunal Supremo, el Congreso y los expertos se han convertido en un motivo de esperanza ante Donald Trump. En fin, no quiero hacer hoy aquí un sospechoso ejercicio de afirmación gremial, pero añado que en el pasado los ingenieros de minas trascendieron su vertiente esencialmente técnica porque tuvieron un papel central en el diseño de las estructuras más medulares de la moderna identidad asturiana. No citaré a ninguno por no ser injusto con aquellos a los que olvide, pero fueron numerosas las personas de esta profesión cuyos nombres blasonan la expansión fabril de nuestra comunidad. A todos ellos les debemos mucho porque sin su empuje la historia de Asturias sería bastante más menguada. El despegue económico de la región no fue fácil ni vino regalado por la naturaleza. No bastó con la existencia de recursos minerales. Ni siquiera fue posible que nos engancháramos a las primeras etapas de la revolución industrial. El salto no se produjo hasta mediados del XIX, fruto de la concurrencia de proteccionismo arancelario, la afluencia de capitales foráneos y la mejora de las comunicaciones como el ferrocarril de Langreo. Detrás de esta combinación de causas hubo ambiciones, intereses personales, decisiones políticas y, lo que toca resaltar hoy, conocimiento, talento e iniciativa para promover un desarrollo económico asociado al paisaje de castilletes de las explotaciones de hulla de la cuenca central y los pináculos que culminan con penachos de fuego y humo el gótico de la siderurgia. Son las postales del siglo pasado. Antes del XIX, y sin necesidad de recurrir a los quejosos relatos de los viajeros que sufrieron nuestros caminos, Asturias era una provincia agraria sometida a hambrunas, escasa de capitales, mal comunicada y mayormente pobre. Hoy en Asturias (y en España) debemos esforzarnos en preservar y mejorar el legado industrial. De la crisis reciente deberíamos sacar muchas lecciones. Para no alejarme por rumbos extraños a este acto destaco una: un modelo económico poco enraizado, sin anclaje industrial, es volátil y endeble. Una recuperación monopolizada por el sector turístico, el auge inmobiliario, la demanda interna y los servicios precarios tendría, una vez más, los pies de barro. Mi pregunta, la que les dirijo a ustedes, es qué debemos hacer para modernizar y fortalecer nuestro corazón industrial. Me dirán que hay que impulsar el trinomio de investigación, desarrollo e innovación, mejorar la formación, favorecer la internacionalización, incrementar el tamaño empresarial… Todo eso, se lo aseguro, lo intentamos, contamos con estrategia industrial, instrumentos de promoción económica, sindicatos maduros, infraestructuras muy mejoradas, mano de obra cualificada y solvente. Y quiero añadir que les tenemos a ustedes, una excelente oferta de profesionales con una muy alta cualificación técnica. Es verdad que Guillermo Schulz, Luis Escosura, Luis Adaro, Jerónimo Ibrán, o Lucas Mallada –como ven, he terminado por nombrar algunos- rebasaban lo estrictamente técnico en su compromiso con su sociedad y con su tiempo. Pero también es cierto que el espacio público que compartimos necesita más que nunca de ciudadanos racionales, disciplinados, ilustrados y reflexivos. Tal vez sospechen que les estoy estimulando a participar activamente en la vida pública. Les prometo que no es esa mi intención, pero déjenme decirles, no obstante, que las élites políticas chinas están formadas en un 80% por ingenieros y científicos. El presidente Xi es ingeniero (no de Minas, Químico) y los chinos consideran que los ingenieros tienen una mente altamente disciplinada y, por tanto, muy apta para los cargos públicos. Teniendo en cuenta que China será un actor global cada vez más relevante en el próximo futuro, quizá deberíamos tomar nota del papel que deberían jugar los ingenieros en la sociedad. Algo que, por cierto, nada tiene que ver con la ingeniería social, tan justamente envuelta en connotaciones negativas. En todo caso, el conocimiento técnico, el saber experto es hoy, como ayer, absolutamente imprescindible. Hubo muchos ingenieros que dedicaron el suyo a promover el desarrollo industrial que acabó labrando la identidad de Asturias durante más de un siglo. Hoy necesitamos que otros ingenieros nos ayuden a mejorar ese legado y a rehacer una identidad, la nuestra, que, como todas, está en permanente reconfiguración. Esa tarea no va a ser fácil. Nunca lo fue ni lo será porque siempre existe un poderoso campo de fuerzas entre las pulsiones del futuro y las inercias del pasado capaz de dilapidar mucha energía al electrificar los cables dormidos. Seguramente donde esa tensión se manifiesta hoy más violentamente es en el desafío de emplear el ingenio humano para satisfacer la aspiración de un mayor desarrollo económico al tiempo que se garantiza la estabilidad ambiental del planeta. Lo ambiental, por cierto, es un sector de actividad preferente para los ingenieros de minas. Los que os ocupéis de ello no os olvidéis de que también la atmósfera política está muy contaminada y va a ser difícil de limpiar. Debéis disculparme si hago estas incursiones cuando hoy debería referirme al progreso técnico y al económico que, además, han avanzado más que el progreso político, pero nunca hay que olvidar que este último es el que ha hecho retroceder los usos y las instituciones bárbaras y que, además, y al contrario que la tecnología, tiene marcha atrás. Vuelvo a entrar en la atmósfera. La ambiental, no la política. Recuerdo que en las clases de geología que impartía el profesor Martínez dábamos por descontado que estábamos en el holoceno y así seguimos creyéndolo hasta que en el año 2000 dos prestigiosos científicos, el holandés Paul Crutzen y el norteamericano Eugene Stoermer, llamaron antropoceno (es decir, la era del hombre) a la etapa geológica en la que, según ellos, nos habíamos adentrado en los dos últimos siglos. Y dejar atrás el holoceno no es cualquier cosa: al fin y al cabo, la civilización sólo existió durante el transcurso de esta época cuaternaria. La pregunta es si bautizar una era geológica con el nombre de nuestra especie es un ejercicio de realismo o un acto de megalomanía, y la respuesta depende de si de verdad el impacto de la acción humana afecta a la estabilidad del planeta; es decir, si la naturaleza ha perdido su vieja autonomía respecto a esta especie. Nadie duda de que a las actuales generaciones nos corresponde administrar el planeta responsablemente, y no voy a ser yo quien adopte una posición negacionista. Ahora bien, desde hace algún tiempo, “el debate sobre el calentamiento global no tiene que ver sólo con la ciencia, la razón crítica o el análisis objetivo, se ha convertido en una cuestión ideológica y moral que ya no se dirime sólo en el terreno científico”, y en la que cada huracán, cada sequía o cada inundación se convierte en un argumento que refuerza las propias posiciones. Pero el cambio climático no es un asunto moral, es una cuestión científica que, como la medicina o la genética, tiene implicaciones morales. Es importante subrayar la raíz científica del debate. Porque si lo hiciésemos un mandato moral lo sustraeríamos a las exigencias de una discusión pública sobre qué naturaleza merece ser conservada o cuánta naturaleza es compatible con el bienestar y el progreso social. Convertiríamos en enemigos del futuro a quienes sostuviesen que se trata de asuntos sobre los que se debe discutir y negociar. Con estas palabras quiero decir que la discusión acerca de qué naturaleza debemos conservar no es moral ni exclusivamente científica, sino política, y que, como sostiene Daniel Innerarity, enemigos del futuro no son sólo los que se abandonan cómodamente a una supuesta evolución natural de las cosas, también lo son quienes lo manejan irreflexivamente y los que lo conciben sin tomarse en serio su complejidad. .

Hoy, la idea de que cualquier modelo de crecimiento es insostenible aparece como un temor maltusiano que estimula utopías postindustriales o propone soluciones asociadas a tecnologías que aún no están disponibles. Analizad esas utopías y profecías con la racionalidad y la capacidad que se supone a los ingenieros, haced vuestro diagnóstico, emitid vuestro juicio para que la sociedad lo pueda aprovechar. No silenciéis vuestro saber. Personalmente, opino que pronosticar a fecha fija la muerte de una época o la llegada de una nueva no suele resultar muy acertado, aunque quede muy bien para los títulos de las novelas y de las películas. El pasado está lleno de futuros que nunca llegaron a serlo y el cementerio rebosa de profecías; especialmente, aunque cueste creerlo, de profecías negativas, esas que anuncian la hecatombe por castigo divino, hambre, superpoblación, agotamiento de recursos o polución. A las puertas de la tercera década del siglo XXI, el 1984 de Orwell nos ronda sin cumplirse en toda su opresiva condición y, pese al extraordinario avance de la inteligencia artificial y el miedo que infunde en un ser humano siempre temeroso de su réplica, hay motivos para no distraernos con escenarios distópicos y dejar lo fantástico para la literatura escapista. Así que tengamos cuidado. Conviene perfeccionar el modo en el que habitamos el planeta, sí, pero evitando los excesos proféticos, el optimismo tecnológico y los planteamientos dogmáticos. Asturias necesita tiempo para abordar su transición energética, y España también, porque en un asunto en el que los beneficios son globales y los costes locales (hablo del calentamiento climático) yo no quiero que ni España ni Asturias paguen más coste que el que objetivamente les deba corresponder. Escuchamos muchas veces hablar de transición energética justa. Ocurre que lo controvertido son los criterios de justicia a partir de los cuales hay que tomar decisiones, y esa transición no será justa si no se encuentra correctamente el registro temporal para un problema que necesita articularse adecuadamente en el medio y largo plazo. Ni debemos ir por delante de lo que marca la UE ni establecer fecha fija para la desaparición de ésta o aquella tecnología porque en un asunto así es mejor estar aproximadamente en lo cierto que exactamente equivocado. Pese al avance científico tecnológico, o precisamente por él, el futuro es hoy menos previsible. Sin embargo, todos tenemos claro que estamos ante la forja de otra identidad regional con rasgos diferentes y que ustedes son imprescindibles para que Asturias, que asumió la cultura industrial hace siglo y medio, y que tuvo tal éxito que sin ella hoy no se reconocería a sí misma, ratifique mañana esa misma cultura con una industria más moderna, más flexible, con más componente tecnológico, más respetuosa con el medio. Una industria mejor para una sociedad mejor y con ustedes al frente de la una y, por qué no, también de la otra.


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