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Intervención del Presidente del Principado de Asturias, Javier Fernández

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Conferencia Modelo territorial del siglo XXI

  Asociación de Periodistas Parlamentarios   Universidad Rey Juan Carlos Antes que nada, déjenme decirles que me gustaría que la España del siglo XXI formara parte de una Europa constituida, no como una reunión de Estados nacionales, sino como una comunidad política posnacional, un nuevo espacio público compartido para una auténtica ciudadanía europea. Si hoy digo que me gustaría y hace apenas dos décadas estaba seguro, es porque entonces creía que la lechuza de Minerva, que emprendía el vuelo al crepúsculo, ya estaba volando en círculos en torno a las naciones y al nacionalismo. La frase, como saben, es de Hobshawm y, si fuera cierta, más pronto que tarde formaríamos parte de un Estado (o un metaestado) federal europeo, pero antes deberíamos perfeccionar el muy imperfecto Estado federal español. Quiero también aclarar que aunque opine sobre la Constitución y su eventual reforma ni soy ni pretendo ser un constitucionalista. Las próximas reflexiones son inseparables de las responsabilidades orgánicas e institucionales que he tenido como militante socialista, de mi condición actual de Presidente de Asturias y de la pertenencia a una generación que vivió la Transición no sólo como una promesa de democracia, prosperidad y justicia social, vinculada a la definitiva incorporación de España a la idea ilustrada de modernidad, sino también como reconciliación con nuestra historia y con nosotros mismos. La perspectiva orgánica es la de un partido (el PSOE) con una idea de la estructura territorial del Estado que ha ido cambiando a lo largo de una historia que se inicia en 1887 en un contexto político y social marcado por el fracaso de la República federal. No existe, por tanto, una tradición federalista en el PSOE. En aquel tiempo inaugural no sólo los órganos de dirección se denominaban congreso y comité nacionales, sino que Pablo Iglesias, su secretario general, tenía una idea de España claramente centralista. La comprensión progresiva del hecho regional por parte del PSOE fue un proceso gradual y conflictivo, estrechamente vinculado a la entrada en las instituciones, así como al contacto con una cierta intelectualidad progresista y al acercamiento al republicanismo. El partido evolucionó desde el unitarismo inicial y asumió plenamente el fenómeno autonomista en la Transición, pero no hubo una línea históricamente definida que lo llevara a un proyecto federal, sino una trayectoria accidentalista vinculada a la diversidad territorial del Estado. Un autonomismo pragmático, necesario y oportuno para encauzar una relación entre geografía y política más intensa en España que en casi cualquier otro país. Me interesa reseñar este punto concreto porque mis convicciones federales son, al igual que las del PSOE, de raíz puramente pragmática, ya que nacen de la convicción de que en un país en el que no se puede centralizar la identidad tampoco se puede centralizar el poder. De ahí la firmeza de mi posición, aún cuando no sienta el entusiasmo cartagenero que percibo en algunos defensores de la modalidad federal. Como presidente de una comunidad autónoma tengo la perspectiva de 17 espacios electorales muy consolidados y competitivos con unas élites políticas asociadas a ellos muy pendientes de los titulares del sufragio. Una estructura territorial que se dejó abierta hasta el punto de que los constituyentes ni siquiera concretaron si iban a ser tres, trece, diecisiete o veintitrés las comunidades autónomas. Fue el principio dispositivo el que permitió ese desarrollo de un Estado federal construido del revés. Y digo federalismo del revés porque a diferencia de los más genuinos estados federales, que van de la desunión a la unión con entidades independientes que deciden unirse, el nuestro es un viejo Estado unitario y centralista que decide distribuir el poder a la manera federal. El Estado de las autonomías es el nombre emboscado y vergonzante que hoy asume el federalismo en España. Un federalismo incompleto, imperfecto, inacabado y desconstitucionalizado para procurar articular la unidad en un país con fortísimas pulsiones identitarias. Por eso, y en sintonía con esta doble perspectiva, es por lo que los socialistas decidimos en Granada (2013) perfeccionar un muy imperfecto Estado federal reformando una Constitución que no lo es. Nuestra posición sobre la reforma constitucional se entiende claramente si aceptamos que lo verdaderamente relevante del peculiar federalismo español es que, citando a Tomás y Valiente, “éste no es el resultado de una decisión constituyente, sino una serie de actos legislativos susceptibles de ser modificados en cualquier momento por mayorías políticas coyunturales. Es, así, un modelo abierto indefinidamente que pone en riesgo la seguridad del Estado”. Lo que nos está diciendo es que ningún texto constitucional puede dejar permanentemente en la inconcreción y la ambigüedad la distribución territorial del poder. Pues bien, soy partidario de poner coto a esta situación haciendo más claro y más racional un modelo muy confuso, evitando además el progresivo vaciamiento del poder central. Es verdad que no faltan quienes consideran que la reforma en bien poco cambiaría las cosas, porque solo adecuaría la Constitución a la realidad autonómica que a su amparo se ha puesto en pie y poco más. Y no son pocos los que opinan que la pretensión de predeterminar a nivel constitucional las competencias de las comunidades autónomas y las de la Administración central sólo ahorraría trabajo o enmendaría la plana a la jurisprudencia constitucional. Ya les he comentado que ni soy constitucionalista ni pretendo serlo. Sé, como ustedes, que ha sido el Tribunal Constitucional el que ha decidido en último extremo sobre la adecuación del desarrollo constitucional a la voluntad constituyente, pero uno duda si ésta no puede haberse subvertido en algunos supuestos. Por ejemplo, cuando ha concretado el significado y el alcance de las llamadas competencias compartidas, de las que nada dice la Constitución. Y en este asunto no puedo menos que estar de acuerdo con Santiago Muñoz Machado cuando escribe: “El Tribunal Constitucional estableció, ante la perplejidad de los demás juristas del mundo, que no era inconstitucional que los estatutos calificaran de exclusivas las competencias autonómicas sobre materias que la Constitución calificaba como exclusivas del Estado, asegurando que cuando dos competencias sobre la misma materia se califican al mismo tiempo de exclusivas están llamadas a ser concurrentes”. Una interpretación que, a juicio de Muñoz Machado, desbarata y hace inservible el concepto de exclusividad dándole significados insólitos. Mantengo esa opinión: soy partidario de perfeccionar el sistema y cerrarlo, despejando el fantasma del Estado residual y excluyendo deliberadamente de la reforma todo aquello que por su contenido simbólico pudiera dar lugar a interpretaciones subjetivas con significados esencialistas y carga emocional. Pero ni otorgo a la reforma cualidades taumatúrgicas ni me parece factible ahora, a no ser que haga abstracción de las dificultades que tiene un sistema político para autorreformarse cuando cuenta en su seno con una alta proporción de diputados que o bien están en abierto desacuerdo con los valores constitucionales o simplemente solo se comprometen con unos territorios concretos, ajenos cuando no hostiles a cualquier dinámica de integración. Esa es nuestra realidad, podemos cambiarla pero no ignorarla. Ahora bien, de lo que si podemos no solo hablar, sino también cambiar, es del sistema de financiación autonómica. Esta reforma sí que es posible, tanto que ya sería la séptima desde aquella que en 1986 se denominó a sí misma “definitiva”. La financiación siempre es una cuestión crucial en un Estado compuesto, un asunto controvertido en los Estados en los que coexisten varios mercados políticos territoriales (17 en nuestro caso). Pero debemos tener claro lo que, a estos y a otros efectos, supone la existencia de nacionalismos interiores que es, no lo duden, el auténtico hecho diferencial del federalismo español. Y que por eso, cuando hablamos de financiación, debemos asumir que los nacionalistas, por definición, se sientan prioritaria cuando no exclusivamente solidarios con su sociedad de referencia; es decir, con los hombres y mujeres que consideran forman parte de su nación. El caso es que la evolución de la financiación autonómica durante los 32 años transcurridos desde la implantación de aquel modelo “definitivo” ha transformado un sistema basado fundamentalmente en las transferencias del Gobierno central en otro mixto, donde cada vez están más territorializados los recursos debido a la cesión total o parcial de figuras tributarias antes exclusivas de la Administración central a las que se acompaña de una también cada vez mayor capacidad normativa. Se trata de una evolución que responde a la tensión entre los modelos cooperativo y competitivo de los Estados federales y depende en cada momento y en cada federación de una cuestión eminentemente política: la preferencia sobre el tamaño del Estado y el nivel de competición que se quiera establecer entre las distintas jurisdicciones fiscales. No perdamos de vista que existe un indiscutible conflicto político entre las formas cooperativas y competitivas de la organización federal, y que ese conflicto se revela tanto en el carácter exclusivo o compartido de las competencias como en el sistema de financiación. Se trata, al fin y al cabo, de la relación entre dos variables: federalismo (llamémosle autonomía) y solidaridad, que se vinculan en función del compromiso político que se quiera establecer. Pues bien, lo singular del federalismo español no es que se oigan voces en la derecha política y económica que a fin de invertir la tendencia expansiva del gasto público y la presión tributaria propicien la competición fiscal entre comunidades (siempre a la baja) y el voto con los pies. Forma parte de su lógica política y económica. Lo peculiar es que esas mismas reivindicaciones de mayor relevancia de la capacidad fiscal, aumento de las competencias normativas, ordinalidad o nivelación parcial provengan de quienes, al combinar autogobierno con exigencias de reconocimiento nacional, comparten los mismos objetivos promoviendo la limitación de la solidaridad interterritorial, e impulsando una versión dual y competitiva de la organización federal. Sin embargo, la mayor peculiaridad no es la de quienes proponen inventar fronteras, reducir la dimensión de la ciudadanía y poner cota a la solidaridad, sino la de quienes plantean esos mismos objetivos en nombre de la izquierda. Me importa trasladarles esta reflexión porque, dado que la financiación autonómica es un asunto casi desconstitucionalizado, ocurre que sin tocar la Constitución estamos abordando una cuestión determinante para resolver el conflicto entre las formas cooperativas o duales, solidarias o competitivas de la organización federal. Ahora bien si hoy reflexionamos sobre estos asuntos no es solo porque la Constitución necesite reformarse y actualizarse, sino porque se está produciendo en España el mayor temor de Europa: la quiebra territorial. Creo que estamos de acuerdo en que la secesión de Cataluña es un asunto sistémico para España y para Europa, y por eso la primera pregunta que debemos hacernos es cómo hemos podido llegar hasta aquí. Hemos escuchado y leído múltiples interpretaciones que arrancan de la tardía y débil nacionalización de España, de la apropiación de lo nacional por el franquismo, de nuestra incapacidad para construir un nosotros simbólico y político… Todas son ciertas, pero muchos creíamos haberlas superado cuando los constituyentes de aquel país que se reinventó a sí mismo en el 78 hicieron un prodigio de ingeniería semántica y de pacto político combinando dos palabras: autonomía y consenso. Dos palabras nuevas para exorcizar a un fantasma viejo, un demonio familiar que en lo político, en lo simbólico, en lo ideológico y en lo emocional, había envenenado el último siglo de la historia de España. Hemos llegado hasta aquí porque permitimos que se fuera destruyendo la Transición como narrativa, como configuración de una nueva identidad española moderna, abierta, cosmopolita y democrática, como prueba de que nuestra historia no es “la más triste de todas las historias” como dicen los bellos versos mentirosos de Gil de Biedma, porque no siempre termina mal. La promesa que nos hacen de abordar una nueva Transición no es creíble porque la Transición fue un suceso real que después se convirtió en relato, mientras que lo que nos proponen ahora es un relato que es imposible que se convierta en real. Esa demolición permanente y sistemática de la Transición, que tuvo en la crisis un factor de especial aceleración, empezó hace mucho, no fue un relámpago que llegase sin avisar. Porque hace mucho que los nacionalistas consiguieron colocar no sólo en sus agendas autonómicas, sino también en la agenda política estatal, sus reivindicaciones en el ámbito competencial, sus reclamaciones de relación bilateral, su pretensión de estatus nacional. Los propios constituyentes de 1978 pudieron comprobar, sin poder evitarlo, cómo la organización territorial del Estado seguía desarrollos que, intuyo, nunca hubieran podido sospechar, mientras contemplábamos con aparente naturalidad cómo los nacionalistas podían pactar con otras fuerzas políticas la graduación prudencial de su marcha hacia un destino manifiesto al que no querían renunciar. La pregunta es qué hacíamos los no nacionalistas, por qué no reaccionábamos a la más que evidente deslealtad al pacto constitucional, por qué no denunciábamos lo que debía ser denunciado. Tal vez no lo hicimos porque no queríamos que nos acusaran de antinacionalistas prematuros. No es la primera vez en la historia que ocurre. El FBI abrió a finales de los años 40 del pasado siglo un expediente de más de mil páginas a Thomas Mann porque había sido un, cito literalmente: “antinazi prematuro”, es decir, previo a la declaración de guerra entre Estados Unidos y Alemania. A juicio del FBI, sólo podía haber una explicación de tal precocidad: simpatía por el comunismo. Les recuerdo también que Albert Camus fue denigrado y acusado de reaccionario porque al proclamar que no hay justicia que provenga de una política injusta ni libertad que nazca de la opresión, se estaba adelantando en la denuncia del socialismo real. Antinazi prematuro, antisoviético prematuro… Lo prematuro, lo precoz, la anticipación siempre ha tenido mala prensa en política. También la tuvo en España el antinacionalismo prematuro, algo que solo era explicable por rancio jacobinismo irredento o, mucho peor, nostalgia irremediable del viejo nacionalismo esencialista español. Al fin y al cabo una de las características del nacionalismo es su inevitabilidad: o se es nacionalista de los unos o se es nacionalista de los otros. Sí, hace mucho que el nacionalismo nos empezó a ganar la batalla del lenguaje y lo peor es que lo consiguió por incomparecencia. Aceptamos con naturalidad que pasaran por modernos los que legitiman sus aspiraciones con referencias prehistóricas. Contemplamos sin asombro que en Cataluña se pudiera ser nacionalista y de izquierdas. Asumimos con ingenuidad que los nacionalistas gozaban de una indiscutible sobrelegitimación al presentarse como defensores no de sus posiciones ideológicas, sino de sus territorios. Asistimos pasivos a que utilizaran su poder político institucional en un proceso de nacionalización intensiva mientras reducían a España a una simple superestructura administrativa. Y luego, con la crisis, se ofrecieron como cauce por el que fluyera el resentimiento social, intensificaron el discurso del expolio fiscal e incorporaron al independentismo a quienes huyendo de una situación desagradable buscaron la fraternidad selectiva del universo nacional. Fue así como el malestar social se convirtió al soberanismo en Cataluña. Lo demás es sabido: han creado una sensación de inestabilidad sistémica en el Estado autonómico, han provocado una crisis constitucional de enorme hondura, han fracturado civilmente su comunidad y han intentado reventar nuestra arquitectura institucional. La novedad, y es muy importante, es que el dilema nacionalista ha ganado en claridad, ahora ya no hay forma de mirar para otro lado porque definitivamente se ha acabado el nacionalismo de amagar y no dar. Por eso la siguiente pregunta es qué podemos, qué debemos hacer. Antes que nada, asumir que los independentistas han quebrado civilmente Cataluña hasta el punto de que ya no existe allí una comunidad política integrada y reconocida, sino dos. Créanme que no existe una disputa entre Cataluña y España, existe sí un enfrentamiento entre las instituciones de autogobierno de Cataluña y el Estado y, sobre todo, existe un conflicto entre catalanes. Afortunadamente y como señala Álvarez Junco, no se trata de un odio enquistado, secular, entre comunidades que no comparten barrios, ni lugares de ocio, ni se casan entre sí como ocurre en Ulster. Pero el laberinto catalán ya no puede entenderse sin el minotauro de una profunda fractura no solo política sino y fundamentalmente social. Afrontar el desafío exige reconocer esa realidad y también que no se trata solo de que una parte muy relevante de la sociedad catalana se incline hacia el nacionalismo, sino que está inducida, orientada y espoleada por él. Más aún, las élites políticas independentistas y sus intelectuales orgánicos promueven la movilización activa, intensa, reiterada y pacífica de una parte de la sociedad catalana, para presentarla como la prueba evidente de la calidad democrática del independentismo catalán. Si, existen dos comunidades en Cataluña diferenciadas por sus sentimientos hacia España y divididas políticamente por sus distintas aspiraciones de autogobierno, pero aún comparten un único espacio público y una única ciudadanía. Pero si aceptamos que en ese espacio una de las dos comunidades impugna su memoria, hecha como todos de recuerdos y olvidos, como historia común. Si permitimos que se identifiquen la lengua, las costumbres y las creencias de una de las dos comunidades catalanas como la única expresión de la cultura catalana común. Si no exigimos una garantía de neutralidad en la dimensión mediática y comunicacional del espacio público catalán. Entonces se impondrá una jerarquía entre ellas que hará imposible hablar de dos comunidades en pie de igualdad, requisito inexcusable para poder compartir una única ciudadanía. Defender que “los otros catalanes” cuenten con los mecanismos necesarios para comparecer en igualdad de condiciones en el espacio público catalán. Apoyar a esa parte de la sociedad que ha perdido el miedo a hablar, que ya no quiere seguir padeciendo en silencio el adoctrinamiento implacable del supremacismo, es una obligación ética que nada tiene que ver con un llamamiento a la confrontación social.    - Solo así podemos dejar claro que los nacionalistas catalanes ya no tienen el monopolio de la catalanidad.    - Solo así podemos demostrar que también se puede defender en castellano la condición de catalán.    - Solo así podemos desafiar la cultura del silencio y el estado de negación de la propia identidad. Una ciudadanía catalana activa, movilizada, desacomplejada, sin temor al señalamiento es la única manera de promover la reedición de una nueva versión de la conllevancia orteguiana, fundada ahora en la atracción gravitacional de Europa. Esa nueva etapa sólo será posible si somos capaces de convencer a la mayor parte de la sociedad catalana de que el Estado tiene propuestas para Cataluña que el independentismo no puede ofrecer, pero tendremos que abordarla con la pizca de escepticismo y el espíritu autocrítico de quienes ya fueron engañados una vez, con la más radical desconfianza hacia los llamados “equidistantes”-los que culpan por igual al que vulnera la ley que al que la defiende- y con la convicción de quién ya no puede callarse porque sabe que, en un asunto así, se traiciona sobre todo con el silencio. Al fin y al cabo si la división entre cosmopolitas y nacionalistas es la que va a marcar el siglo XXI, los que provenimos de una doble tradición internacionalista obrera y universalista ilustrada estamos en condiciones de decirles a los nacionalistas que nos les pedimos que se sientan miembros de la nación española: sólo pretendemos que sean ciudadanos del Estado español.


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