XVII Premio Fundación Banco Sabadell a la Investigación Económica
Les agradezco que me permitan participar en este acto un año más. También un año más les felicito por su iniciativa: a la Fundación Banco Sabadell, al jurado y, especialmente, a la doctora Díaz Anadón. Conste mi sincera enhorabuena. En el mundo en general, y en Europa en particular, hasta la Ilustración los desastres naturales –terremotos, inundaciones, sequías o erupciones volcánicas— eran castigos, avisos que la divinidad lanzaba a sus hijos impíos. La humanidad alzaba los ojos al cielo con tanta esperanza como temor, porque allí, sobre su cabeza, regía lo ingobernable. Luego, la ciencia echó por tierra las explicaciones sobrenaturales que recurrían a la inescrutable voluntad de los dioses. Al fin y al cabo, el seísmo que arrasó la devotísima Lisboa del siglo XVIII (1755) e inspiró el Cándido de Voltaire había respetado un buen número de burdeles: en verdad, el castigo a los pecadores había hecho una selección muy extraña. Pero incluso en el auge científico, cuando se impuso la razón y la confianza en el progreso, el clima seguía perteneciendo a la esfera de lo ingobernable. Nuestros antepasados no habrían entendido que no estuviéramos de acuerdo con él y nos propusiéramos modificarlo. Y, sin embargo, ha dejado de ser algo inevitable. Lo que ayer era una fatalidad hoy es una opción: por primera vez en la historia somos conscientes de los efectos sobre el planeta de un clima desestabilizado por nosotros mismos, y del significado moral y político de esta certeza científica. Sí, conviene dejar claro que el clima ya no es lo que era y que “el labrador que al cielo mira con ojo inquieto” ya no culpa al cielo, sino al calentamiento global “si la lluvia tarda” (Machado). Definitivamente, el tiempo meteorológico, que era una intrascendente conversación de ascensor, ha pasado a convertirse en un debate controvertido y apasionado. La conciencia de nuestra capacidad para modificar el clima de que su futuro es algo humanamente configurable ha servido para que lo incluyamos entre los bienes públicos; es decir, aquellos cuyos beneficios o costes afectan potencialmente a todas las personas, países e incluso generaciones. El problema es que se trata de un bien público global: no está vinculado a una soberanía estatal que se encargue de garantizarlo y no es divisible entre los Estados. Conviene tener esto muy claro porque nadie está exento del conflicto entre la lealtad a los suyos y la responsabilidad frente a los demás, e incluso en la globalización nuestras lealtades siguen siendo locales. Es verdad que hoy tenemos una visión de conjunto de la antes carecíamos y la idea del daño ambiental forma parte de la conciencia pública. Pero reconocer la responsabilidad humana es una cosa y decidir cómo hemos de sustanciarla es otra bien distinta. El consenso científico sobre la alteración antropogénica del planeta no se ha traducido en uno social y aún menos político, porque una cosa es la ciencia aplicada al clima y otra muy diferente la política del clima. Aunque nos incomode, asumamos que “la idea de que la humanidad se encuentra unida en la lucha contra el cambio climático no es más que una ficción consoladora” (Latour). El Estado, incluso el más poderoso, no tiene dimensión crítica para abordar el desafío, y ni siquiera empiezan a adivinarse los contornos de un sujeto político global. Existe, sí, un acuerdo sobre el clima del que no todos se muestran entusiastas, pero sin una geopolítica capaz de responder a un desafío planetario, cada Estado se enfrenta a una doble responsabilidad: la global, para impedir que el futuro se convierta en basurero del presente, y la local, para que ese futuro, en su territorio, encierre porvenir. Cuando los beneficios son globales y los costes locales nadie quiere asumir una carga mayor que la que le corresponde. Al fin y al cabo todos provenimos de algún lugar y cuando tomamos decisiones políticas, ese lugar influye decisivamente en nosotros. Incluso en el propio seno de la Unión Europea, el espacio supranacional más articulado, los intereses locales –llamémosles nacionales- afloran inevitables cuando se hacen propuestas de avances en la lucha contra el calentamiento global que apenas sí suponen sacrificios para el proponente, caso de Macron y su planteamiento de cierre a muy corto plazo de las tecnologías de generación con carbón, una medida irrelevante en Francia, pero que afecta de manera medular a otras economías de la Unión, como España, Alemania, Chequia o Polonia. Sin duda, los acuerdos de París han sido un éxito. No obstante, que se hayan podido poner en marcha políticas que obligan en mayor medida a los países más desarrollados no puede taparnos los ojos ante la existencia de pasajeros clandestinos que aplican el conocido razonamiento económico de que donde todos comparten tareas el ganador es quien menos se esfuerza. Y no me estoy refiriendo a países que emergen con fuerza en la escena mundial o a los Estados Unidos de Trump, que se desdicen de sus compromisos. Esos son, sin duda, duros competidores que aprovecharán cualquier ventaja comparativa que favorezca los intereses de sus empresas en los mercados mundiales abiertos. Pero, más que en ellos, pienso en socios que comparten espacio económico y político en el seno de la Unión Europea. Soy de los que creen que el objetivo fijado por la UE de que el 27% de la energía final procediese de energías renovables en 2030 era ambicioso, sensato y realizable. Comprometerse a llevarlo al 32% (ya no digo el 35% que preconizaban los más entusiastas en el Parlamento Europeo) me parece un riesgo excesivo. Tengo que reconocer que siempre he recelado de la perfección y de los excesos, y que excesiva me parece también la incertidumbre sobre los precios futuros de las emisiones de dióxido de carbono en lo que llama Bauman el comercio de bulas global para los pecados del CO2 que está sometido a la especulación y la arbitrariedad. Permítanme poner como ejemplo la industria siderúrgica, importante para la economía española y crítica para la asturiana. Está doblemente afectada por el coste de los derechos de CO2: porque se trata de una actividad electrointensiva y porque está incluida entre los sectores europeos con riesgo de fuga de carbono. Pues bien, el encarecimiento de la tonelada de CO2, que depende del volumen de derechos y de su asignación, afecta de manera directa al coste de la electricidad (ya que los precios marginales los marcan el carbón y el gas) y además eleva los costes de emisión de dióxido de carbono en los procesos de combustión inherente a la propia actividad industrial. Ese doble efecto sobre la siderurgia, que opera en un mercado mundial abierto, puede suponer deslocalizaciones hacia países donde se produzcan mayores emisiones de CO2 en términos específicos; es decir, por tonelada de acero producido. Algo que acabaría dando lugar a una enorme paradoja: Europa debería importar más acero (hoy produce el 83% de su consumo) y así reduciríamos las emisiones de lo que Europa produce, pero aumentaríamos las emisiones de lo que Europa consume. Con lo anterior quiero transmitir que el calentamiento global como núcleo esencial del cambio climático debe ser aceptado, pero el cómo abordarlo, en cambio, continúa abierto a discusión. No se trata sólo de ejercer nuestra responsabilidad frente a las generaciones futuras, sino también respecto a las presentes, y ello exige buscar, encontrar y ajustar correctamente el registro temporal, introducir y articular de forma adecuada el corto, medio y largo plazo en las consideraciones estratégicas y en las decisiones políticas. La política de la naturaleza no puede escapar a la naturaleza de la política. Al fin y al cabo, es la política la que debe responder a las preguntas de cuánta y qué naturaleza queremos preservar, qué aumento del nivel del mar es admisible, qué medios de transporte han de promoverse o qué pautas de consumo han de impulsarse. Porque una cosa es la ciencia aplicada al clima y otra bien distinta la política del clima, una política que ha de tener en cuenta lo que dice la ciencia para abordar el conflicto entre actores e intereses, entre países desarrollados y los que aspiran a serlo, entre empresas tradicionales y otras nuevas, entre regiones y países, y entre cohortes generacionales con distintos valores (M. Arias Maldonado). Está claro que no existe una salida fácil para la encrucijada climática y también que la transición energética es un fenómeno muy dependiente de desarrollos tecnológicos futuros, algunos en fase de maduración o investigación. No obstante, conviene añadir que el mercado de la energía no puede contar de hoy para mañana con tecnologías eficientes que, contribuyendo a la sostenibilidad ambiental, garanticen además la seguridad de suministro y un precio asequible. Tenemos ejemplos. Hace 20 años no había ningún molino eólico produciendo energía eléctrica en España; hoy es la tecnología con más potencia instalada y sus costes son muy competitivos. En la misma dirección apunta la solar fotovoltaica. Pero en ambos casos su viabilidad debe ser equilibrada mediante centrales que consumen energía fósil. De igual manera, existen fundadas esperanzas en las superbaterías y en futuros desarrollos de generación. Insistir en su investigación y puesta a punto en la innovación tanto disruptiva como incremental es tan indispensable como no caer en el error de querer convertirlos a muy corto plazo en la bala de plata de la descarbonización. Así que avanzar en esa dirección es imprescindible para defender el futuro. Ahora bien, hacerlo fiándolo todo al corto plazo es defender el futuro pero mal, porque los enemigos del futuro no son solo quienes se atrincheran en su Numancia particular, también lo son quienes lo conciben sin tomar en serio su complejidad. Innovación, cambio y temporalidad son los tres ejes en los que debe desarrollarse la transición energética, y en ese marco deben fijarse también los objetivos que razonablemente guíen las actuaciones de la regulación del sector, porque es mucho lo que desde la regulación económica de la energía puede hacerse para aumentar las posibilidades de éxito del cambio hacia un modelo tan sostenible y global como socialmente necesario. La regulación consiste en definir un marco de actuación de los agentes económicos, las empresas reguladas y los consumidores y hacer que ese marco se cumpla. En el caso del sector energético, que requiere de inversiones elevadas para satisfacer niveles de demanda estacionales y equilibrar el triple objetivo de seguridad de suministro, sostenibilidad ambiental y precio competitivo, la regulación ha de enviar señales adecuadas para que las empresas planifiquen sus inversiones de manera que sean capaces de responder a estos objetivos. Dicho de otro modo, tiene que tratarse de una regulación de calidad. De ahí la importancia de, también, la calidad de la aportación de los investigadores y los expertos que con la prospectiva, el conocimiento científico y la previsión económica proveen a la política de mejores opciones para decidir, y más en un asunto, el de la energía –o, si quieren, el del futuro-, cuya interpretación es una tarea a la que debe exigirse menos entusiasmo que sensatez, trabajo y precaución. Como bien sabe la doctora Díaz Anadón, el marco de las políticas públicas no sólo es complejo, sino que es difícilmente simplificable. La transición energética es indisociable de la innovación, pero no solo en el campo de las tecnologías que queremos cada vez más limpias y más baratas, sino también en el del diseño institucional que se precisa para que la política impulse la sostenibilidad y la competitividad en un ámbito, el de la energía, sometido a una auténtica revolución. La política no es hoy practicable sin el recurso continuo al saber experto, que refuerza su capacidad de anticipación y prospectiva. El problema está en que lo imprevisible siempre termina por comparecer, y que por eso nadie puede librar aún a la política de tener que decidir bajo condiciones de inseguridad (Innerarity). Concluyo. Agradezco de nuevo su invitación a participar en este acto. Es la última ocasión que les acompaño, al menos en la condición de presidente. Lo agradezco especialmente porque me ha permitido además dar la enhorabuena a la doctora Laura Díaz Anadón. Me alegro por que hayan decidido distinguir a una investigadora asturiana y aún más porque subrayan el contenido de sus trabajos, que abordan uno de los asuntos más trascendentales para el futuro de nuestro planeta. Sin duda, seguiremos mirando el cielo, pero a diferencia de nuestros antepasados somos la primera generación que reconoce entre las nubes la huella de la humanidad. QUEDA CONVOCADA LA DÉCIMA OCTAVA EDICIÓN DEL PREMIO FUNDACIÓN BANCO SABADELL A LA INVESTIGACIÓN ECONÓMICA
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