Premios Mierenses en el mundo
En el Mieres en el que nací, al final de los cuarenta, el tiempo iba más lento, caminaba distinto. También los sonidos, los de los trenes que cruzaban las calles, los de las sirenas del Barreo o de la Fábrica, eran distintos. Y hasta los colores, los de las escombreras y los de los ríos, eran distintos. Vivía a pocos pasos de la plaza de Requejo que pronto se convirtió en el centro mismo de mi universo. El abrevadero junto al que jugaba con mis compañeros de escuela, el valle, la montaña, el río San Juan… Mi mundo era tan pequeño que estaba siempre al alcance de mi mano. Guardo una memoria recurrente de mis travesuras por las intrincadas callejas de Requejo, apenas visibles por habituales, de su olor a tierra mojada, del Érase una vez el paje Gerineldo con el que Manuel, mi viejo vecino leonés, me transportaba a un mundo remoto lleno de moros, de lobos y de espadas. Recuerdo a mi primer maestro, Eudaldo Cobreros, y también recuerdo que había pantalones y chaquetas que eran ropa de los domingos, igual que había cocido de garbanzos que era la comida de los domingos. Está claro que hoy debería haberme puesto la ropa de los domingos, la ropa nueva, limpia y planchada que se reservaba para los días especiales. Mi madre también me habría repasado la raya del pelo, salpicado con unas gotas de colonia, y me advertiría que no me manchase. - Cuidado con lo que haces, Javier, que llevas la ropa nueva. ¡No juegues al fútbol, no te pelees, no pises los charcos! Es su hijo, el de Lucita, el que hoy os da las gracias por vuestro reconocimiento y también promete que intentará evitar los charcos. Cito a mis padres, a Mari Luz, de Vegadotos, a Manolo, de La Rebollá, porque nadie se sentiría esta tarde más orgulloso que ellos, nadie sabría entender mejor mis sinceras gracias. Desde esta edad en la que la memoria ya se convierte en un sordo rumor de aniversarios recuerdo el Mieres en el que viví durante 23 años hasta que mi padre se fue a trabajar a Gijón, a Uninsa, en 1971. Sí, marché de Mieres, pero nunca he abandonado su mundo. Ni he podido ni he sabido ni he querido jamás dejarlo fuera de mi memoria llena de recuerdos y olvidos. De ese tiempo son mis mejores amigos, bien me conocen muchos de ellos que aquí me rodean, bien saben de mis congojas y de mis flaquezas. Un escritor famoso y aventurero, Saint-Exupéry, sentenció que la patria del hombre es la infancia. Otro, Max Aub, aseguró que uno es de donde hace el bachillerato. También hay quienes opinan que, en realidad, el ser humano no es de un lugar, sino de un tiempo. “Macondo, más que un lugar en el mundo, es un estado de ánimo”, escribió, en fin, un tal García Márquez. Para mí, es lo mismo. Mi infancia, mi bachillerato en la Academia Lastra, mi tiempo, mi estado de ánimo y hasta mi Macondo se llaman Mieres. Por eso, cuando me comunicasteis esta distinción me llenasteis de recuerdos. Los recuerdos son como esas tardes de lluvia monótona y lenta que nos cala al igual que a los tejados, esas tardes en las que uno se atreve a volver a abrir la caja de cartón hinchada de viejas fotografías, tantas en blanco y negro, algunas ya amarillentas, y empieza a poner nombre a rostros, sitios y momentos. Entonces oigo el turullu de la fábrica, y pienso que esa sirena era el gran reloj, la campana que ordenaba la vida diaria, la rutina de trabajo, descanso y comida de miles de personas. Porque aquel Mieres, ya lo he comentado tenía sus ruidos, su banda sonora, como el tránsito machacón del tren, un ferrocarril constipado con su temblor febril, que tosía, bufaba y estornudaba nubes de carbonilla, polvillo negro que se infiltraba por las rendijas, atascaba los pulmones y enlutaba el agua del río, muerto de mineral. Mieres, ahora que lo pienso, sonaba y olía a industria. Sonaba y olía a mina, claro, y también a siderurgia, a fábrica, a una sociedad obrera de metal y carbón, y aquella mezcla se espesaba en un olor particular. No creo que lo imagine, estoy convencido de que la industria impregnaba el aire, tanto como los días de mercado las vacas imponían sus mugidos y sus olores muy cerca de mi casa en la plaza de Requejo. Por cierto, animales redondos, compactos, musculosos, sin esa estatura llena de ángulos que exhiben ahora las razas vencedoras en los concursos de ganado. Dije metal y carbón, que fue el par sobre el que se edificó la gran transformación de Asturias, el binomio fundacional del desarrollo que nos hizo tal como fuimos durante el siglo XX, esa centuria atravesada de heridas. El movimiento obrero, la implantación sindical y política, la profunda cicatriz de la guerra en todo el valle, la tradición industrial, todo eso que cuenta cómo y por qué somos viene de esa combinación, fruto de nuestra entraña mineral. Estamos tan marcados por la tierra que tal vez nunca podríamos haber sido otra cosa. Mieres fue una de las grandes capitales de aquel auge minero y fabril, y en su expansión se convirtió en un lugar donde cualquier origen tenía cabida. Andaluces, portugueses, leoneses y extremeños encontraron en la cuenca, más que un trabajo, un sitio donde podían afincarse para vivir formando parte de un nosotros integrador, flexible y abierto. Por eso ser de Mieres inclina a comprender a los de afuera, a los inmigrantes, a los diferentes, a los sin papeles. Con esos ruidos y olores, entre las calles de esa villa acogedora, con las postales de un paisaje negro y verde a la vista, viví durante 23 años. Hoy me dais un premio importante, uno de los que más pueden ilusionarme, y yo ahora tengo que volver a guardar las fotografías en la caja de cartón y preguntarme si lo merezco, si merezco ser recordado en mi propio pueblo. Es una cuestión difícil, la verdad. Si tengo alguna opinión, no voy a contarla en público. Sería impúdico que me dedicara a resumir aquí una colección de méritos, si es que la hubiera, para justificar la distinción. Ése es un trabajo que os corresponde a vosotros, a quienes habéis decidido concederme este honor. E imagino, no es falsa modestia, que os costaría hacerlo. Podría hablaros de política. Resultaría sencillo: es un camino conocido, que recorro desde hace bastantes años, y ahora que ya avizoro las últimas curvas, cuando no tengo más ambición que finalizarlo honrada y cabalmente, leal a mi conciencia, a mi pensamiento y a mi tierra, podría consentirme algunos desahogos. Pero eso sería impropio y muy poco elegante con vosotros. Mejor sigamos por otro camino, por el camino de Mieres. Hasta ahora os he hablado de un Mieres que ya no es. Hoy no se oyen los resoplidos del tren ni marca las horas la sirena de la fábrica, las aguas turbias del río bajan claras y el valle no está sembrado de castilletes. Tampoco quiero mirar para atrás parado en la vereda de una calle que se llama de otra manera, preguntando por personas de otra época y ordenando recuerdos de otro tiempo quiero mirar a este Mieres más pequeño y limpio, mejor comunicado, a tiro de piedra de Oviedo y Gijón, con un buen hospital y un campus universitario que aún no ha alcanzado, ni de lejos, el desarrollo al que puede y debe lograr, el desarrollo que a mí, a quien nació y creció en vuestras calles, me gustaría que alcanzase. Pienso lo que ese cambio nos ha costado. Tuvimos que decir adiós a muchas cosas, a todo un modo de vida. En pocas décadas hubo, primero, que aceptar la renuncia y luego asumir que esa renuncia era inevitable, que jamás volveríamos a ser lo mismo. Supimos hacerlo y yo, como vosotros, sé también que tendremos que continuar cambiando sin quedarnos prendidos a la melancolía de lo que fuimos, aquel poderoso par de metal y carbón. Tendremos que hacerlo sabiendo que hoy vivimos un mundo muy diferente donde han muerto viejas certezas y han nacido nuevas ignorancias, donde la política se ha hecho más simple y la realidad más compleja, donde el futuro es menos previsible. Vivimos en la sociedad del riesgo de Beck, en la líquida de Bauman… Todas las metáforas de nuestro tiempo aluden a la incertidumbre. Pero tenemos que saber que la despoblación, el declive y el desempleo no son un destino, la herencia inevitable de los territorios que impulsaron la primera, desordenada y decisiva industrialización de nuestro país. Conviene recordar que no arrancamos en igualdad de condiciones, que tenemos derecho a que nos escuchen y que queremos dejar claro en el presente que no renunciamos al futuro ni olvidamos el pasado. El presente es, sólo, el lugar de encuentro de las tres direcciones del tiempo. Acabo. No sé si he sido o lograré ser alguna vez un buen mierense en el mundo; sí sé que me siento, hoy y siempre, parte del mundo de Mieres. Si la vida es un viaje, un infinito viajar, vosotros sois mi origen y mi destino. Quiero daros las gracias de nuevo por encontrar mi trayectoria digna de esta distinción. En mi corazón puede que haya dudas de que lo merezca pero no tengo ninguna del orgullo y la alegría de recibirlo. Dejadme que os diga que, pese a no vestir la ropa de los domingos, el hijo de Manolo y Lucita, que tan orgullosos se sentirían, vive hoy uno de los días más especiales de su vida.
- Te recomendamos -