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“El lobby como herramienta para combatir la corrupción”

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MADRID, 08 (SERVIMEDIA)

Las noticias sobre corrupción política ocupan históricamente demasiado espacio en la actualidad española y arrastran en esa mala imagen a organizaciones que tienen un gran prestigio en otras sociedades occidentales y a las que, incluso, se consideran elementos imprescindibles de la misma democracia: el lobby.

Los hermanos Jorge y José María Fernández-Rúa dirigen la consultora Cariotipo, que fundara hace más de 25 años su madre y gran experta en la materia, Carmen Mateo, han escrito un libro, ‘Manual del buen lobista’ (Editorial Aranzadi), que pretende neutralizar esa imagen negativa con la que convive el sector y trasladar su experiencia para sacar ese trabajo de una zona de sombras que sólo crea sospechas injustas.

Señalan que lobby es una práctica habitual y legítima en el proceso de participación democrática y toma de decisiones de los poderes públicos. Su labor aporta información técnica valiosa a quienes tendrán al final que optar, y, a su vez, facilita el acceso de los distintos agentes sociales y económicos al desarrollo de las políticas públicas. Puede sonar exagerado, pero lo cierto es que, según los autores del manual, el lobby facilita la participación social en una democracia.

A su juicio, es fácil identificar un lobby con grupos de presión empresariales y que cualquier actividad roza la mala praxis o directamente el tráfico de influencias. La relación del legislador con los intereses empresariales es, según esa apreciación, puramente política y siempre bajo la sospecha de la corrupción. Motivos no faltan, porque son demasiados (y sobre todo muy escandalosos) los casos conocidos. Que un medio de comunicación conozca y difunda una reunión o un simple almuerzo entre un político o grupo político y un empresario, es, sin más, una invitación a recelar de esa relación.

Consideran los autores que es absurdo pretender que un representante político tenga conocimiento pleno de los diversos temas sobre los que debe trabajar. Incluso, en el hipotético caso de que solo tenga que liderar uno, este tendrá una complejidad tal que hace imposible que una persona aglutine un nivel de conocimiento suficiente como para tomar decisiones continuamente. Y sus equipos de asesoramiento no son garantía del estudio más amplio que pueda merecer cada toma de decisión.

Asistimos en los últimos tiempos a un ejemplo paradigmático: leyes que cuando entran en vigor destapan una elaboración ajena a un debate profesional y experto. En esos casos, la política intenta solucionar cualquier situación sin atender a quienes pueden aportar anticipadamente las posteriores dificultades del desarrollo normativo. El poder legislativo se limita a buscar el beneficio de la mayoría sin escuchar que su fórmula puede provocar justo el efecto contrario, o al menos situaciones no deseadas por el mismo legislador.

Explican que hay mucho trabajo para conseguir que el legislador, antes de tomar sus decisiones, haya tenido sobre su mesa todas las opciones, análisis y efectos de lo que tiene que legislar. Y las haya recibido sin cuestionar ni su propia integridad ni finalidades ocultas por parte de quienes las facilitan. Luz y taquígrafos en lugar de oscurantismo y sombras, que sólo provocan sospechas, es la fórmula que proponen los directivos de Cariotipo para sacar el término ‘lobista’ de esas connotaciones negativas que se le suponen.

Es cierto que nos encontramos en unos tiempos de una necesidad legislativa exagerada. Da la impresión de que el legislador no confía en que haya un mañana. La reducción de tiempos legislativos estrecha el campo de trabajo del lobby y, por supuesto, la necesaria reflexión política y la consulta a la sociedad civil. Los resultados están todos los días abriendo periódicos e informativos. La pausa legislativa es imprescindible, porque se corre el peligro de, al final, elegir la solución que parece más pragmática, y no siempre es la mejor.

La ideología y la razón no son como el agua y el aceite. Pueden y deben estar debidamente mezclados. Se podría culpar de todo ello a la política, poco dada a escuchar, pero habrá que admitir que en ocasiones es la sociedad civil la que no sabe trasladar la evidencia científica y técnica en un lenguaje adecuado. El trabajo consiste en alinear e integrar el argumento técnico con la ideología.

Es cierto que esa sospecha instalada en la sociedad, y que reflejan habitualmente los medios de comunicación, no es sólo responsabilidad del legislador. El sector empresarial también juega un papel destacado al pensar que corre peligro si se roza siquiera con los asuntos públicos. La contratación con la administración pública, en parte por su abultada facturación, no puede convertirse en un peligro reputacional. Al contrario, debe ser un aspecto positivo empresarial. O debería, porque recientemente hemos visto que la contratación pública de una sociedad ha sido utilizada como un elemento negativo a la hora de conocerse decisiones estrictamente empresariales.

De hecho, en el ecosistema empresarial español todavía no se reconoce el valor de la actividad de lobby. Sólo hay que echar un vistazo a los Comités de Dirección de las principales empresas para observar que no cuentan con expertos en esta materia. Y es un defecto, porque en las empresas de sectores fuertemente regulados, estar bien informado del devenir de la política es una obligación y este conocimiento es imprescindible para la toma de decisiones corporativas. Acción en lugar de reacción es la mejor fórmula para las empresas, según los autores del libro.

La actual situación no sólo hay que imputársela a los recelos del legislador y de las empresas. Es cierto que esos ámbitos pueden ayudar a acabar con la sombra de sospecha permanente en la labor del lobby, pero son los propios lobistas los que más tienen que trabajar por esa buena imagen. Desde la experiencia de un cuarto de siglo de Cariotipo, sus directivos reclaman un decidido avance en el ámbito académico que abra el debate sobre la posible colegiación en el futuro de esta actividad profesional. Teniendo en cuenta los estándares éticos y morales necesarios para un ejercicio adecuado de la actividad de lobby, y a pesar de contar con otras herramientas, como códigos de conducta –que la autorregulan– y registros de transparencia, una mayor concreción en el ámbito formativo podría ser una fórmula para garantizar la calidad de su ejercicio.

Los autores sostienen que hay que regular este trabajo de forma amplia e inclusiva, sin dejar ningún hueco a las ambigüedades, porque por la indefinición se cuela la mala praxis y, en determinados casos, la corrupción. También hay que definir los receptores de la actuación de un lobby, y no circunscribirse al ámbito nacional. Debido al Estado de las Autonomías, con competencias muy amplias, hay que incluir a las comunidades y a los ayuntamientos. La solución que proponen los autores del estudio es crear un registro único para todas las administraciones y, en cualquier caso, que cada uno de los que existan tenga aplicación a nivel estatal.

‘Manual del buen lobista’ ofrece, además, un estudio pormenorizado de cómo hay que actuar desde un lobby, qué herramientas utilizar y como servir de enlace entre la sociedad civil y los políticos que tienen la obligación de adoptar decisiones que afectan a todos, además de algunas reflexiones sobre el control de las conocidas como puertas giratorias.


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